¿Somos lo que vemos?
A lo largo de nuestra vida hemos ido guardando numerosos recuerdos de aquellas experiencias que hemos tenido. El primer beso que nos han dado, la primera caricia, el primer trabajo, los nervios previos a un acontecimiento importante y un sinfín de momentos de los que podríamos hablar y extendernos.
Seguro que todos en el subconsciente tenemos días que nunca hemos compartido, que los hemos vivido internamente, con nosotros mismos y de los que guardamos un precioso recuerdo en nuestro cerebro. Muchas veces decimos que: “los mejores momentos son aquellos de los que no existe una fotografía”. Y es así, ¿cierto? Porque cuando estás viviendo un momento bonito, no tienes tiempo para pensar en nada más que no sea vivirlo de la mejor forma posible. Cuando estás sumergido en una experiencia, que sabes que será un recuerdo increíble, no tienes tiempo para estar pendiente de fotografiarlo, simplemente lo quieres enmarcar en tu memoria.
El mundo digital nos regala grandes oportunidades, pero también nos hace vivir en una simulación. Coges el dispositivo móvil, entras en redes sociales y eres capaz de adentrarte en la vida de otras personas. Sabes lo que comen, beben, con quién están, dónde, qué llevan puesto, qué van a hacer, lo que piensan o lo que sienten. ¿Somos lo que vemos?
Quizá alguna vez te hayas hecho una fotografía, sonriendo, aparentando felicidad y cuando la has vuelto a mirar con el paso del tiempo, has pensado en lo infeliz que estabas en ese momento concreto porque te había ocurrido algo.
Recuerdo una anécdota de los años ochenta protagonizada por Sherry Turkle, psicóloga del instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT). Ella relataba que navegaba por el ciberespacio intentando conocer a personas que estuvieran viviendo una vida paralela en internet, algo que hoy podríamos definir como ‘realidad virtual’, o la palabra de moda: el metaverso. Cuando Turkle estaba en la red, se topó con una persona que decía ser ella, es decir, Sherry Turkle. Os podéis imaginar el asombro que la psicóloga tenía al estar hablando con ‘ella misma’ en la red.
Tras varias conversaciones, se dio cuenta de que esta persona conocía perfectamente todos sus datos biográficos. Daba opiniones como si fuera ella e incluso afirmó que era un gran clon, pero había una cosa que no tenía y nunca sería capaz de imitar: la personalidad. Este hecho que parece una historia de ficción, sacada de alguna novela, es lo que ocurre en el mundo real.
Internet nos hace creer en los cuentos de hadas, príncipes, en la perfección, en la máxima felicidad, en la suerte y nos permite ser quien queramos ser. Esto son solo espejismos de una falsa realidad. Todos estaríamos de acuerdo en que lo que vemos no es lo auténtico, es una falsa imagen de lo que realmente somos. En el mundo digital solo plasmamos los momentos más bonitos de nuestra vida, olvidándonos de aquellos que no nos hacen felices. Es una ‘falsa imagen’ que nos ayuda a visibilizar una realidad paralela a lo que somos.
¿Realmente creemos que las personas son tan felices como se muestran en la red? ¿Es posible estar siempre tan feliz? ¿No tienen ningún contratiempo? Si somos realmente transparentes, ¿por qué nadie sube fotos llorando o viviendo un momento duro? ¿Por qué cuando alguien está pasando por una situación complicada lo primero que hace es evadirse de las redes sociales? Entonces, volvemos a preguntarnos: ¿somos lo que vemos? o, mejor, deberíamos preguntarnos: ¿Somos lo que no vemos?
El psiquiatra, Eric Berne, escribió un libro llamado: ‘¿Qué dice usted después de decir hola?’ en el que relataba que los seres humanos construimos, por defecto, un papel de nosotros mismos para presentarnos hacia los demás. En ese guion ficticio nunca hablamos de cosas negativas, sino todo lo contrario. Se trata de esa pequeña presentación e imagen que proyectamos a los demás, intentamos ser lo más alegres posibles y reflejar lo bien que nos ha ido en la vida. En el mundo digital ocurre lo mismo.
Según un estudio de la Universidad de California, el estado de ánimo de las personas se ve modificado y condicionado por los post que observamos en redes sociales. Además, hace hincapié en que el contenido que se publica en dichas plataformas quiere dar una imagen de ‘felicidad contagiosa’. Esto hace que todas las personas que lo ven, quieran alcanzar ese estado y les empuja a publicar contenidos similares.
No solo buscamos mostrar la cantidad de cosas que tenemos o los mejores sitios en los que estamos, sino que pretendemos reflejar la mejor cara de nosotros mismos. Los filtros en redes sociales hacen que seamos otra persona, sin imperfecciones, pareciendo incluso antinaturales.
Qué curioso resulta decir que en la era de hipercomunicación en la que estamos inmersos, los estudios reflejan que, a diferencia de otras épocas, hay mucha más cantidad de gente que se siente sola. Contradictorio, ¿cierto? Pero es que no hay duda de que la peor soledad es aquella que se experimenta rodeado de personas.
La vida conectada nos da infinitas ventajas: aprendizaje, mejoras, desarrollo, trabajos, progreso y una larga lista que nos hace ver que son muchas como para abandonarla. Pero si volvemos a nuestra primera pregunta: ¿Somos lo que vemos? La respuesta es: No. Somos lo que nos emociona. Lo que nos hace crecer. Lo que no contamos. En definitiva, somos lo que, precisamente, no se ve.