Maleducados tecnológicos
Somos unos maleducados tecnológicos. Nos hemos estancado en la comodidad. Nos da pereza interactuar y a medida que eso ocurre nos alejamos de nosotros mismos, de la realidad, de la sociedad, de nuestra conciencia. Hoy ya no nos paramos a observar a quién o quiénes nos rodean. Preferimos apalancar la mirada en la pantalla de nuestro teléfono móvil como si fuera un agujero negro que nos absorbe sin alarmas y sin señalizarnos la salida de emergencia, si es que existe.
A medida que pasan los años interactuamos con mayor frecuencia a través de los móviles como si las aplicaciones de comunicación instantánea fueran nuestras cuerdas vocales. Paradójicamente, la evolución de la tecnología nos ha proporcionado las mejores oportunidades y herramientas para correspondernos de una forma más eficaz, directa, flexible e individualizada.
No obstante, no hemos sido – ni somos todavía – capaces de aceptar que la comunicación a través de WhatsApp, por poner un ejemplo que conozcamos casi todos, nunca será una reproducción fiel a las intenciones del emisor. Cuántas veces hemos malinterpretado un mensaje por falta de compresión lectora, aunque a veces no por quien recibe el mensaje sino por quien lo emite. No es lo mismo que te pregunte tu mejor amigo si te vas a quedar en casa y no vas a salir a cenar y tú le respondas: “al final no voy a ir” que “al final no, voy a ir”. El significado cambia, y mucho, ¿verdad? En el primero darías por hecho que esa noche cenarás solo, pero si valoras la coma de la segunda opción, cenarás acompañado.
Es ahí donde radica el problema. Por suerte o por desgracia, depende de cómo se mire, la intencionalidad es actualmente una aguja magnética mal calibrada que señala el norte cuando le interesa.
¿Somos conscientes?
Asimismo, cabe destacar que la tecnología no es la culpable ni la responsable de las consecuencias sobre el (mal) uso que le damos a estas aplicaciones. La intencionalidad es subjetiva e intangible. Exactamente, las intenciones no se pueden medir, tocar, tan solo interpretarlas gracias al sentido común. Al mismo tiempo, es el emisor quien debe hacer el mayor esfuerzo posible por hacer que la comunicación, o al menos, el mensaje que se desee transmitir sea legible y mínimamente interpretable. Es cuestión de hacerse comprender. ¿Tenemos la intención real de hacer que esto sea así? Probablemente no. Delegamos esa responsabilidad en el receptor como si fuera el mago de Aladino y su lámpara mágica tuviera la conciencia del emisor.
Maleducados tecnológicos son también quienes no saben que se debe mirar a la cara de quien está hablando y no hacerlo a la de un móvil, por mucho que nuestro reflejo en su pantalla nos parezca más atractivo.
Descorteses igualmente son quienes, estando juntos unos a otros, consideran más enriquecedor interactuar con su móvil que con los semejantes que tienen alrededor. Hemos dejado de analizar qué cosas son las importantes y cuáles urgentes. Pero a veces lo importante es lo más urgente y lo urgente es lo menos importante.
Asimismo, ¿cuántas veces os habéis quedado un momento a solas y habéis sacado automáticamente el teléfono móvil para sentiros acompañados mientras esperáis a alguien? ¿De verdad un rectángulo repleto de microchips aporta la calidez que emana la compañía de una persona? Hemos dejado de sentir. O, mejor dicho, no queremos hacerlo. De la vida se aprende observando, interpretando y analizando las caras de las personas que a nuestro alrededor coinciden.
Los móviles nacieron para facilitarnos la vida, y lo están haciendo. Los que fallamos somos nosotros. A estas alturas, nuestra falta de compromiso y responsabilidad parece, por ende, algo patológico cuando nos comunicamos.
Y ya que hablamos de cómo los sentidos se acomodan a nosotros y nosotros a ellos, ojalá el día de mañana, los individuos desarrollemos un sexto sentido para que, en ocasiones, no veamos emojis y dejemos de ser unos maleducados tecnológicos.
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